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miércoles, 28 de abril de 2010

Crónica urbana

¡Aguaaas que ay´ te voy!

Wilma Bermúdez

Despierta el Distrito Federal, el sol abrazador comienza a iluminar el más recóndito espacio de la ciudad, con él, millones de ciudadanos inician un recorrido incierto por uno de los medios más elementales, el Sistema de de Transporte Colectivo Metro.

El trayecto inicia desde las afueras, los puestos obstruyen la entrada, y a horas pico, es un reto lograr llegar a la taquilla, no sin antes haber sido empujado, pisado o insultado por los transeúntes. Entonces, se escucha a lo lejos la voz voraz de la señora regordeta que grita: "fíjate por donde vas", como si no fuera suficiente con el golpazo que por añadidura ya propicio.

Bajando los pequeños escalones, de un lado, se observa a la señora con su hijo en brazos pidiendo una moneda para un taco, del otro, al señor de la tercera edad con su armónica, tratando de entonar uno de los temas que ya es de sobra conocido por él, y a un costado, a la viejecita con sombrero en mano pidiendo una limosnita.

Una vez en la taquilla, aguarda una inmensa fila, sólo hay una ventanilla funcionando, por que en la otra, la taquillera se percata de que no se puso bien el rímel, entonces así no se puede comenzar a trabajar. Sin embargo, ahora con las nuevas máquinas para recargar la tarjeta electrónica, se ha agilizado un poco este proceso, pero no deja de ser exhausto, sin embargo, ahí no acaba todo, es sólo el inicio de la lucha que esta por comenzar.

De cinco torniquetes disponibles sólo dos están en funcionamiento, el usuario se apresura para no perder el próximo metro que esta a punto de salir, camina apresuradamente y cuando esta a un paso de lograr su objetivo, las puertas se cierran con efímera velocidad.

En cuestión de segundos, comienza a llegar gente por todos lados, unos visten elegantemente con traje y corbata colorida, zapatos bien voleados; unos con ropa casual, nada llamativo a comparación de algunos, otros tantos con ropa deportiva una par de tenis, una playera ligera y un pants que deja asomar la figura bien ejercitada, estudiantes, trabajadores, amas de casa, toda una gama de personajes.

Llega el metro, desciende la gente que va llegando a su destino, con él, se desprende el olor a queso rancio que ha dejado marca dentro del vagón; en el aire se respira una mezcolanza de perfume, comida, sudor y hasta olores que perpetuán en la memoria del viajero. Su color vivo, lo hace un recuerdo intacto.

Al abordar, la gente como hormigas invaden los lugares, unos arrojan estrepitosamente sus maletas para apartar su asiento, otros observan y prefieren quedarse parados. Ahora, el reto es llegar, el metro va escupiendo gente, no es únicamente esto, pues hay que enfrentar al compañero de asiento que va arrejuntándose, a lo lejos se escucha el grito de una joven: "se puede hacer para allá, viejo cochino", al instante los individuos dentro del vagón observan con mirada fulminante el hombre, que decide bajar en la próxima estación.

No sirve de mucho la aparente rigurosidad en la separación de vagones, si unas estaciones más adelante ya vienen dando lo mismo hombres que mujeres. El metro, lugar de perdiciones, para tomar un breve descanso, complementar la siesta que no se concreto de noche y donde un desconocido se toma la confianza de recostarse en el hombro del sujeto de al lado, ese cabeceo incesante que hace aún más placentero el viaje.

Aquí se hacen amigos, se halla una conquista, pero también se encuentra a personas que sin que uno se percate ya hurtaron la cartera o el celular de una manera hábil y sigilosa, cual fantasma, sin dejar huella, desciende, y al buscar dentro de la bolsa el usuario se da cuenta que ha sido víctima de un robo en breves instantes.

El sujeto de al lado luce normal, no pudo ser él, pero no conforme con eso pasa el vendedor ofreciendo dos cajas de chicles por cinco pesos, uno tras otro, el vidente que pide ayuda, los talentos perdidos, los adictos que dejan un recuerdito en el vagón, ese olor que se propaga en segundos, los indigentes, el joven que pide ayuda para su madrecita que esta en el hospital y, después de un mes sigue enferma de lo mismo, el señor que ofrece el disco con los éxitos del momento, eso despista la atención y al momento no se supo quien fue el ladrón.

Todo esto forma parte de un viaje redondo por la ciudad, pero no todo pinta tan mal, un buen día con tan poco en el bolsillo y deseos de pasear, con tres pesitos se conocen diversos puntos de la ciudad, la Lagunilla, el Centro Histórico, Tepito, la Villa, Chapultepec, Universidad, la Merced…

Al llegar al destino, ahora el reto es otro, bajar con cautela, conseguir bajar, aunque se tenga que empujar, después de todo el retraso. El metro se detuvo en cada estación, uno, dos, tres… cinco, hasta diez minutos, no avanzaba, el calor de los cuerpos ya era de por si insoportable, aunado a esto el robo del cual, el viajero ya fue víctima.

Las cámaras de seguridad, quizá han capturado algo, pero al llegar a la terminal no hay nadie vigilando, los monitores de seguridad son testigos, pero no hay ley que los haga valer. Al final, es todo una aventura, si no existiera el metro otro sería el medio, pero en cada lugar y de diversas formas habrá una historia que contar.

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